
Hablar del cambio de hora cuando ya ha dejado de ser un recurso útil en los ascensores no tiene ningún sentido. Lo inventaron, junto con las predicciones metereológicas y la telerealidad, cuando las sociedades civilizadas perdieron la paciencia y los segundos sin interferencias empezaron a resultar demasiado largos, en edificios cada vez más altos.
¿Qué sentido tiene hoy en día si podemos mandar mensajitos -o fingir que los enviamos- entre el bajo y el piso veinte? ¿Si nos arropa nuestra propia banda sonora comprimida en archivos pequeñitos? ¿Si vivimos en una ciudad donde sentimos casi vértigo a partir del octavo? Se puede pensar que lo hacen porque todavía hay jubilados, y aspirantes a serlo, que creen que comunicarse es intercambiar frases hechas de perpetua queja. Pero para eso ya está el precio del pan, la peatonalización, las noticias de Antena 3, las obras o la falta de ellas, la mala educación de los demás, los médicos de cabecera, el cierzo o el partido (de fútbol). ¿Para qué convertirnos en escandinavos una hora antes si ni siquiera con ello somos capaces de soportar el silencio? Y el vodka sigue siendo de garrafón. Claro que para que no echáramos de menos la luz diseñaron la Navidad, que todo el mundo se empeña en decir que está al caer... ¿Estrellitas de bajo consumo o trineos de papanoel rojos y gualdas king size? Mierda, me estoy convirtiendo en uno de ellos. Es la invasión de los ultracuerpos. Pronto dejaré de sonreir, me subiré el cuello del abrigo hasta la orejas y gruñieré a modo de saludo en el próximo ascendor: Cada vez los inviernos empiezan antes.
Si es así y coincidimos cógeme por las solapas, súbeme a la azotea y tírame desde allí. Por fortuna estaré escuchando
esta canciónen mi mp3 y ni me enteraré. O quizá vuele. Los juicios de Dios es lo que tienen... hasta que no te lanzan a la hogera es imposible saber si eres culpable o no.