
Donosti es tan francesa, que mientras se sueña una Niza que ya no existe, vende helados y convierte la fiesta en un paseo en el que sólo faltan las manos que tocan sombreros ligeros a modo de saludo. Por eso siempre merece la pena pedir un cuchurucho, dejarse llevar por la marea de gente limpia y bien peinada, ver los fuegos y meter los pies en el agua, con o sin zapatos.



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